lunes, 8 de abril de 2013

Lo que la guerra se llevó.


La suave brisa acariciaba los campos perlados de rocío y mecía las espigas de trigo, que teñían la campiña con un suave fulgor dorado.
Donde otrora los huracanado vientos habían azotado sin compasión alguna las copas de los árboles, una tímida brisa arrullaba los pies de los robles y álamos.
Allá donde la airada y violenta tempestad había destrozado y castigado sin piedad la dehesa, tan solo quedaban los troncos de los árboles caídos derribados por los impetuosos vientos, como mudos testigos de aquella crueldad; pero, donde había acabado la vida de aquellos árboles, florecía una vida nueva, ya que, el musgo de un incomparable verdor, poco a poco, había ido cubriendo aquellos troncos caídos como si de una verde mortaja se tratase.
La vida, como si de una flor se tratase, se abría en todo su esplendor.
Mas, toda esta paz no era nada, sino el fruto del sacrificio.
Tras fatídicos años de guerras y penurias, al fin este campo quedó sumido en una imperturbable paz.
Allá a lo lejos, cerca de los campos de lirios y amapolas, una figura femenina se veía recortada contra el incipiente sol de la mañana. Esa figura, apenas un retazo de sombra, meramente visible a causa de la cálida luz del astro rey, suspiraba.
Su bello rostro contraído en un rictus de dolor y desolación expresaba más tormentos de los que podrían caber en el infierno. Una lágrima surcaba su demacrado rostro, destinada a caer al suelo donde, como si de cristal se tratase, se fragmentaría en mil pequeñas gotitas que habrían de dar de beber a los campos que a sus pies se extendían.
Ella, cuya cabellera ondeaba como si danzase con el viento, miraba al frente con unos ojos que reflejaban un punzante dolor y una amarga tristeza.
Miraba al pasado como si la impenetrable barrera del tiempo no fuera para ella más que un efímero cristal, un cristal que solo los recuerdos pueden romper.
No se inmutó lo más mínimo cuando un mechón de pelo se le quedó pegado a la comisura del labio, ni siquiera hizo ademán de taparse los ojos aun cuando la luz del Sol la comenzó a cegar.
Ella, como atrapada por sus propios demonios internos, no se movía, apenas si respiraba, solo podía pensar en lo que fue y en lo que pudo haber sido. Solo podía pensar en como sería su vida ahora mismo si su hijo aún siguiese con ella, como sería la vida si su hijo no hubiese perecido en aquella guerra sin sentido.
Su hijo se sacrificó para defender estos campos donde ahora descansan sus restos.
Si la guerra sirve para mantener la paz, ¿cómo puede uno disfrutar de la paz, si la guerra le ha arrebatado lo que le es más preciado?
¿Cómo ella, la madre que perdió a su hijo (¡fruto de su vientre!) puede disfrutar de estos parajes, sabiendo que los restos de su hijo yacen en él?
Tan solo podía recordar aquellos días felices mirando a través de la infranqueable barrera de la realidad, y no pensaba dejar que nada, ni siquiera el deslumbrante resplandor del sol, o el verdor de aquellos campos la distrajese ni un momento de sus pensamientos.

1 comentario:

  1. Sencillamente genial, sublime, de una composición y lectura encantadora. Gracias por escribir cosas asi y compartirlas.

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