La suave brisa acariciaba
los campos perlados de rocío y mecía las espigas de trigo, que teñían la
campiña con un suave fulgor dorado.
Donde otrora los huracanado
vientos habían azotado sin compasión alguna las copas de los árboles, una
tímida brisa arrullaba los pies de los robles y álamos.
Allá donde la airada y
violenta tempestad había destrozado y castigado sin piedad la dehesa, tan solo
quedaban los troncos de los árboles caídos derribados por los impetuosos
vientos, como mudos testigos de aquella crueldad; pero, donde había acabado la
vida de aquellos árboles, florecía una vida nueva, ya que, el musgo de un
incomparable verdor, poco a poco, había ido cubriendo aquellos troncos caídos
como si de una verde mortaja se tratase.
La vida, como si de una flor
se tratase, se abría en todo su esplendor.
Mas, toda esta paz no era
nada, sino el fruto del sacrificio.
Tras fatídicos años de
guerras y penurias, al fin este campo quedó sumido en una imperturbable paz.
Allá a lo lejos, cerca de
los campos de lirios y amapolas, una figura femenina se veía recortada contra
el incipiente sol de la mañana. Esa figura, apenas un retazo de sombra,
meramente visible a causa de la cálida luz del astro rey, suspiraba.
Su bello rostro contraído en
un rictus de dolor y desolación expresaba más tormentos de los que podrían
caber en el infierno. Una lágrima surcaba su demacrado rostro, destinada a caer
al suelo donde, como si de cristal se tratase, se fragmentaría en mil pequeñas
gotitas que habrían de dar de beber a los campos que a sus pies se extendían.
Ella, cuya cabellera ondeaba
como si danzase con el viento, miraba al frente con unos ojos que reflejaban un
punzante dolor y una amarga tristeza.
Miraba al pasado como si la
impenetrable barrera del tiempo no fuera para ella más que un efímero cristal,
un cristal que solo los recuerdos pueden romper.
No se inmutó lo más mínimo
cuando un mechón de pelo se le quedó pegado a la comisura del labio, ni
siquiera hizo ademán de taparse los ojos aun cuando la luz del Sol la comenzó a
cegar.
Ella, como atrapada por sus
propios demonios internos, no se movía, apenas si respiraba, solo podía pensar
en lo que fue y en lo que pudo haber sido. Solo podía pensar en como sería su
vida ahora mismo si su hijo aún siguiese con ella, como sería la vida si su
hijo no hubiese perecido en aquella guerra sin sentido.
Su hijo se sacrificó para
defender estos campos donde ahora descansan sus restos.
Si la guerra sirve para
mantener la paz, ¿cómo puede uno disfrutar de la paz, si la guerra le ha
arrebatado lo que le es más preciado?
¿Cómo ella, la madre que
perdió a su hijo (¡fruto de su vientre!) puede disfrutar de estos parajes,
sabiendo que los restos de su hijo yacen en él?
Tan solo podía recordar
aquellos días felices mirando a través de la infranqueable barrera de la
realidad, y no pensaba dejar que nada, ni siquiera el deslumbrante resplandor
del sol, o el verdor de aquellos campos la distrajese ni un momento de sus
pensamientos.
Sencillamente genial, sublime, de una composición y lectura encantadora. Gracias por escribir cosas asi y compartirlas.
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